Él es una hoja otoñal que se opone al
viento conductor mientras que, a escondidas, es una vida buscando ese instante
de inspiración que lo cambie todo. Detesta a quien ha encontrado el amor, pero
llora con Moulin Rouge! y busca a escondidas novelas románticas con finales felices para coleccionar en su apreciada estantería. Odia pensar en ello porque le recuerda sus defectos y sus
deseos, y como vía de escape malgasta horas consumiendo entretenimiento
basura propio del siglo XXI: Pop barato, series americanas y porno de consumo
rápido.
Él mantiene su naturaleza esquiva a la
realidad al acabar el día. Sueña con amantes cautivadores entre sus cálidas
sabanas. Adora esas pequeñas citas nocturnas con desconocidos que se
interrumpen en su mejor momento con el
amanecer. El hecho de que cada noche acaricie la piel de un hombre distinto
no le molesta, sino que le alivia, pues no tiene que centrarse en un solo
rostro, y simplemente recuerda a cada uno de ellos de forma tenue y como
efímeros placeres privados.
Esta vez, al cerrar los ojos, se
encontró con él bajo la Puerta de Brandeburgo. Los fríos y rosáceos labios del
muchacho soñado se entreabrieron dejando salir un aliento visible ante los ojos
invernales de Berlín, y puerilmente, realizó una pregunta en un alemán que él, aún
desconociendo dicho idioma, llegó a entender.
Esa noche se refugiaron de la lluvia
perdiéndose en la oscuridad de los garitos más lúgubres de la ciudad. Bebieron
hasta empantanar de alcohol sus venas y bailaron bajo el compás de himnos
dedicados a amores de una noche: Horas de miradas furtivas que quieren más, de
manos temerarias y de besos robados con
sabor a vodka que, como siempre, nunca llegaron a más por culpa del celoso despertador.
27 de noviembre de 2013
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